sábado, 10 de mayo de 2014

El libro objeto.

Un libro no es un objeto. Un mazo de folios en blanco pegados y encerrados entre dos superficies duras es un objeto, pero no es un libro, porque no dice nada. Si una mano atrevida osa escribir algo en esas páginas estériles lo convierte en cuaderno mientras dura esa operacion, y si es lo suficientemente laboriosa y persistente esa mano, cuando acabe su trabajo habrá convertido ese objeto de papel y pegamento o hilo en algo aprovechable, en un libro de verdad.

Porque lo que hace interesante un libro no es su forma, ni su peso, ni su color, ni su olor o sabor, sino lo que dice. Eso es la esencia de un libro. Lo demás son accidentes superables.

Desde que leo en el ordenador, la tableta, o el e-book me sucede una cosa muy curiosa: cada vez que veo un libro de papel ya no veo un objeto, sino algo que me cuenta una historia o un concepto. Algo que me dice lo que alguien ha pensado antes con la intención de contármelo. A una página le sucede otra, pero todas me parecen la misma, ya que todas son rectángulos de papel del mismo tamaño y del mismo color, y sólo se diferencian en lo que tienen escrito, en lo que dicen, por lo que la lectura de su texto me sugiere. Esas páginas son el grosero soporte de un texto que me imagino continuo, pues cuando bueno, el texto es un todo indivisible que me hace soñar o pensar, si es que acaso son dos cosas diferentes...

En el pasado reciente he tenido la oportunidad de discutir este tema, el del libro objeto (aunque yo prefiero hablar del objeto libro) con tres colegas de escritura y de lectura que defendían a ultranza ese objeto papirofléxico frente al intrusivo libro digital (comúnmente llamado con el anglicismo e-book), dándose la paradoja de que yo, el único que acepta de buena gana la inminencia del predominio de este sobre aquel, soy también el único de los cuatro que escribe a pluma sobre papel-objeto, usando folios-objeto para trasladar sobre ellos mi pensamiento y luego pasarlos al vil y traidor ordenador que ha substituido a familias enteras de oficios que antes eran necesarios para que estas letras alcanzasen al gran público a través de un libro objeto para someterse al juicio de sus ojos e intelecto, aunque ahora ya se puede uno saltar incluso ese paso mediante la publicación y lectura por medios electrónicos. 

Antes yo no pensaba así, pues yo también escribía directamente con el ordenador, e incluso me compré una maravilla de programa, el Scrívener, que además de lo mismo que cualquier otro procesador de textos, me da una batería de utilidades maravillosas que me facilitan mucho el trabajo de escribir, como el generador automático de nombres de personajes, fichas exhaustivas de cada uno de ellos, líneas maestras de sus biografías, se usen luego o no en la historia final, estructura de la novela, notas marginales que no saldrán luego en el montaje final, y un sistema de organización y traslación de capítulos y escenas que me facilitaron mucho la redacción y composición final de La redención de Ecolgenia, mi obra más complicada, además de por haberla hecho a medias con otro escritor, porque su estructura es muy complicada y ambiciosa y cuenta una historia muy simple en 880 páginas llenas de personajes, pasiones, conflictos y soluciones siderales. Ciertamente, sin Scrívener creo que no habríamos sido capaces de escribir ese libro, o al menos no en tan poco tiempo (unos meses en lugar de varios años). Sin embargo, creo que tiene mucho  más mérito escribir con pluma estilográfica (incluso he probado el palillero, una experiencia que aconsejo a los que gustan de la escritura, si bien me he tenido que aguantar las ganas de probar la pluma de
ave, pues me ralentiza mucho la creatividad literaria).


Yo soy de los que siguen escribiendo con este invento que era moderno hace dos siglos y los americanos perfeccionaron en los años 20 del pasado siglo 20, la fountain pen o pluma estilográfica. Sí, yo soy partidario de escribir a pluma, pero no por eso estoy en contra del progreso ni elaboro teorías que se saben condenadas al fracaso de antemano porque no se sabe o no se quiere ver la realidad. Cuando termino de escribir mi texto lo paso a ordenador (lo pico, como dicen los profesionales), y en ese sublime acto empieza en realidad mi primera revisión. Porque escribir a pluma es un acto lento y pausado sirve de tranquilizante para los nervios alterados, y a la vez (es curioso) para alegrar el espíritu si  estás alicaído. Por eso algunos puntos y seguido se convierten en comas, o puntos y coma, y también por eso puedes reflexionar más sobre lo que escribes, pues en realidad lo escribes en dos fases: una lenta y pensante y otra rápida y repensada. Luego, cuando lo lees entre los chivatazos en rojo del corrector ortográfico, empieza la diversión de verdad: ¿Esto lo he escrito yo?, me digo en más de una ocasión con horror, pero alegrándome infinito de que la escritura siga siendo un placer solitario que de vez en cuando te levanta ronchas en el alma, pero que nadie más se entera, sólo tú y tu propósito de la enmienda. Cuando ya has conseguido enderezar todos los falsos teclazos y patadas a la ortografía, sintaxis, coherencia y sentido común, ha llegado el momento de la impresión: te imprimes tu obra literaria más nueva, esa que acabas de crear, y cambias a la pluma de tinta roja (Párker Réflex Granate en mi caso) para señalar todos los disparates que sobreviven a las dos cribas anteriores. Cuando se acaba esa corrección llega el momento de darle el material nuevamente imprimido al primer incauto que se deje (que no debe ser otro escritor, pues uno no escribe para especialistas, sino para el común) y aguantar luego sus mofas, sus consejos sobre lo que no entiende, pero sobre todo agradecerle que te indique eso, de qué no se ha enterado, pues nosotros, los escritores, somos víctimas de un extraño fenómeno: vivimos tanto lo nuestro que a veces nos saltamos letras, y aún palabras y hasta frases que sin embargo sí que leemos cuando repasamos nuestros manscritos, a pesar de que en realidad no están allí. En esta fase de la escritura, por cierto, ya no están estos folios-objeto, pues  en cuanto el contenido se puso en el formato digital se tiraron a la basura, una vez que su función ya había terminado. Yo antes escribía en cuadernos, pero entre que su precio ha subido tanto y que se me acababan las páginas en el momento más inoportuno, opté por la solución más barata, la del paquete de folios y la tinta Pelikán, y luego deshacerme del papel que de otro modo invadiría mi escritorio hasta limites insospechados con las pruebas de mi falta de destreza manual y lingüística, que me avergonzarían delante de propios y extraños. Ya sé que soy humano, y que errare humanum est, sin que esas odiosas esquirlas refinadas de árboles que he pintado con mis pensamientos por medio de mi pluma estilográfica me lo recuerden a cada instante. Además, mi experiencia me ha demostrado que lo que no está en internet se pierde en dos modalidades: porque uno se queda sin ello para siempre o, sin dejar de tenerlo uno no sabe dónde demonios lo dejó o ha ido a parar.

En conclusión, este escritor a pluma estilográfica os dice que el libro es lo que te dice algo, no lo que se ve más feo que un cuadro, o pesa menos que un ladrillo, o huele bastante peor que una flor o sabe a rayos comparado con la miel o el bonito del Norte. Hablamos de romanticismo, sí, pero del de verdad, del del sentimiento que pueden reflejar las palabras de un texto, pero no del que te puede sugerir la visión de un montón de papeles pegados.


Murcia, a 9 de mayo de 2014.




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