viernes, 28 de junio de 2013

¡Viva la República!

Que ¡Viva la República!

En dos ocasiones hubo república en España. Las dos veces se hicieron las cosas mal, y los españoles prefirieron en 1978 confiar en una institución que lleva rigiendo España más de un milenio, excepto dos breves períodos de uno y cinco años, en que llevaron al país a una situación calamitosa porque sus políticos se dedicaron a diversas tareas, excepto a resolver los graves problemas del pueblo español.

Pero mi libro no habla de esas dos repúblicas, sino de la Tercera, de la que tenemos que traer todos nosotros, y no la deserción del rey.
Mi libro lo terminé de escribir el 19 de agosto de 2011 en Santa Cruz de la Palma y se publicó en la Editorial Sombra del Arce, de Barcelona. Ayer, 27 de junio de 2013, salió la segunda edición en la Editorial Rosa de Papel, de Murcia, y espero que se difunda mucho más, pues hemos conseguido abaratar el precio hasta dos euros.

Mi libro no tiene capítulos, sino canciones: no les he puesto número, porque el número sólo puede indicar el orden en que aparecen, pero su título sí que nos dice algo del contenido. Yo escogí para nombrarlos el de once cantos populares que nos dan una idea del contenido de cada uno de ellos, y que juntos nos dicen a priori el carácter de la obra:

Si me quieres escribir.
La hija de Juan Simón.
De Cataluña vengo.
No nos moverán.
No me tires Indiré.
El cariño verdadero.
Échale guindas al pavo.
Los cuatro muleros.
El Cantar de los cantares.
Himno de Riego.
¡Barra querida de aquellos tiempos!

Y como botón de muestra os presento el capítulo que expresa la determinación de un pueblo que sabe lo que quiere, No nos moverán:


No nos moverán

Nunca hubiera pensado que lo iba a ver allí, con el arma en la mano y el dedo en el gatillo.

Le había dado clase diez años atrás, antes de irse a la mili. Cuando había vuelto de “el servicio”, ella ya trabajaba ayudando a su padre en el campo, cuidando a las cabras. No tenía hermanos. La Pastora fue creciendo, y a ella le gustaba El Soldado. Bueno, el maestro. Veintitrés años tenia el maestro. Ella, diecisiete. Se hizo la encontradiza. El maestro le miraba las tetas de vez en cuando. Era lo que ella quería. Pero cuando ya lo tenía en el bote, empezaron los disturbios. Volvieron a llamar a los últimos soldados que habían hecho el servicio, y el pueblo se quedó sin maestro.

En la ciudad hubo disturbios importantes. Hubo que tirar sobre el pueblo. En nombre del pueblo se masacraba al pueblo. Había que salvar la república de los desmanes del pueblo. El pueblo no quería república. El pueblo quería comer todos los días.

Los ricos seguían siendo ricos. Los pobres seguían siendo gandules. Pero algunos sumaban, y no les salían las cuentas. Algunos decían que había que tener carnet del pueblo. El carnet del pueblo era de un sindicato o partido político de izquierdas. Parecía que los de derechas no eran el pueblo. Eran unos cabrones, pero no eran el pueblo. Eran unos ricos ladrones. Y si no tenían dinero eran unos desgraciados que defendían a los ricos, pero que estos no se lo iban a agradecer. Había que estar con el pueblo, con los de abajo, si no tenías dinero. O si no, eras un traidor. Un traidor a La República.

Pero la República éramos todos, decían algunos. Aunque no fuéramos de izquierdas.

Un día todo cambió, cuando aquel agitador político empe­zó a arengar a los soldados para que tiraran sobre el pueblo. “Porque el pueblo”, decía, era “traidor a La República”. A la República del Pueblo. El soldado recordó un detalle. Aquel agitador le recordaba al inspector que tuvo aquella vez allí, en su pueblo. No le dejaba pensar. Había que sacrificar los valores reales y objetivos que tenía allí delante por una cosa bastarda y abstracta que los vocingleros defendían sin dejar pensar a los demás. Por eso El Soldado no lo pensó dos veces. Cogió su fusil y lo montó. Apuntó, y tiró a matar. Pero no mató a nadie del pueblo. Se cargó al agitador. Los demás soldados le miraron, sorprendidos. Ellos no dispararon. “No me dejaba pensar”, dijo El Soldado. “Y para qué quieres pensar”, le dijeron. “Para no hacer el trabajo sucio a un cobarde que está riéndose de nosotros, y luego pondrá el cazo para llevarse el dinero que a nosotros nos hace falta”. Le miraron como el que mira al que dice lo que todos están pensando. “Pues vamos a por el dinero”, le dicen. “Pues vamos”, dice él. “Antes de que venga otro a quitarnos lo que más nos vale: el derecho a pensar por nosotros mismos”.

Y los soldados se fueron a ver al Ministro. Y le dijeron: “Ministro, hemos estado pensando...”, pero el Ministro les dijo: “Ustedes no están para pensar”. Y los soldados apuntaron al techo y pegaron un tiro. Todos juntos. Treinta disparos a la vez. Y repitieron: “Hemos estado pensando, Ministro. Si no nos dejan pensar, ustedes tampoco piensan” . Y el Ministro salió de debajo de la mesa y dijo: “Lo que ustedes quieran. Ustedes son la fuerza. Pero lo son hoy. Piensen en lo que pasará mañana”. Y le dijeron: “Sí, claro, Ministro: mañana usted puede estar vivo todavía. Si firma la ley de que todos pueden pensar lo que quieran. De que nadie va a obligar a nadie a pensar. De que vamos a trabajar todos por La República. Pero en libertad. Si no hay República en libertad para nosotros, para usted tampoco la habrá. Porque estará muerto”.

Y el ministro, que ya no era Ministro, se asustó tanto que firmó lo que le pusieron. Y se publicó en el Boletín Oficial del Estado aquella misma tarde. Y los soldados se fueron a su casa.

Entonces el Ministro se rodeó de Guardias Civiles y de policías. Y dijo “Ahora se van a enterar estos sabihondos”. Y fueron a detener a los soldados. Pero el problema que hubo es que eran muchos soldados. Y cuando detuvieron a los primeros se dieron cuenta a tiempo los segundos. Y los terceros. Y El Soldado, que era el diecisiete que iban a detener, se fue al campo con su escopeta de caza. Y se juntó con otros escapados. Y asaltaron un cuartel de la Guardia Civil y les quitaron los fusiles ametralladores. Y fueron a ver al ministro, que ahora era otra vez Ministro, muy de mañana.

"Ministro”, le dijeron, “nos tomaste el pelo una vez. Eso no fue culpa nuestra. Pero la segunda vez sí lo sería. Te tomamos por persona seria”. El ministro ya perdió otra vez la M, y les dijo con poquita voz: “¿Y qué hicieron con los guardias que tenía ahí fuera?”

"Aquí estamos”, les dijeron los Guardias Civiles. “Que las cosas nos las han explicado un poco mejor estos compañeros. Que nosotros también queremos pensar. Que no les pagamos el sueldo a inútiles para que nos digan que hagamos lo que no hay que hacer. Que los guardias también somos pueblo. Pero los políticos no son pueblo. Son sinvergüenzas”.

Pero el Ministro, o el ministro, ya no pudo decir nada, porque El Soldado le pegó un tiro. “Este ya no nos toma más el pelo. A ver a quién ponemos de ministro ahora”.

"Pero esto es un golpe de estado”, dijo alguien. “¿De qué estado? ¿Del que te arma a los de un partido y a los de los demás no? ¿De los que se fabrican una religión y la disfrazan de política después para obligar a los pobres a pasar más hambre, y a los bancos les dan nuestro dinero?”
 “No”, le contestaron. “Ese estado hay que quemarlo”.
Pues no quememos nada todavía. Elijamos a otro Ministro”.
Bueno, pero primero hagamos elecciones”.

Y los soldados se fueron a la televisión con los Guardias Civiles y los policías. Y allí dijeron que iban a formar un nuevo gobierno dentro de quince días. Y que se presentaran todos los que quisieran trabajar por la República. Que la República somos todos, así que hay que trabajar para todos. Que todos merecemos la pena, pero los latifundistas del pensamiento no tienen derecho a estar en esta república. Que se puede tener dinero y propiedades, pero no las de los demás. O sea, que no se puede robar los pensamientos de la gente para meterles los propios para enriquecerse injustamente. Que los soldados tienen dos o tres pensa­mientos nada más. Pero son suyos. Y que ojito con querer quitárselos. Que los soldados pueden no ser muy inteligentes, pero son muchos. Y por muchos que maten, aparecen más. Porque los soldados aparecen del pueblo. Los soldados también son pueblo. Y para despachar a los chorizos vestidos de políticos, aunque tengan el portentoso nombre de Presidente de la República, se basta un solo soldado. El que quede.
Y cuando El Soldado volvió al pueblo, ella le estaba esperando. Y le dijo que le había visto por la tele. Que estaba muy guapo. Y que se casaría con él si alguno de los dos creía en algo. Pero él le dijo que él creía, creía que ella estaba muy buena. Y se fueron al pajar y estuvieron follando toda la tarde. Por eso no estaba en su casa cuando fueron los policías a detenerlo. No lo encontraron, pero mataron a su hermano, que había ido a visitarlo. Y le pegaron fuego a su casa.

Cuando El Soldado volvió a su casa, se encontró con restos humeantes, y a todos los vecinos apagando el fuego de las casas vecinas, que de la suya ya no quedaba nada. Por eso El Soldado se fue a la comisaría del pueblo, a ver a los policías. Pero no les dijo mucho. Cuando los vio de lejos, les pegó una pedrada a dos de ellos, y les quitó el fusil y el arma de reglamento. Y entró en la comisaría y mandó al cielo a los otros dos sinvergüenzas que habían asesinado a su hermano sin cargos, sin juicio, y sin sentencia. Les hurgó en la chaqueta: los cuatro tenían carnet de un sindicato de izquierdas. “Esta gente no aprende”, se dijo, “la República no puede ser de izquierdas. Ya lo intentaron en Rusia y les salió el tiro por la culata”.

Y se fue a la capital de nuevo, a ver al nuevo Ministro. Al Presidente de la República. Y le preguntó que porqué se mata en el país sin hacer un juicio primero. Y el Presidente dijo que le detuvieran. Pero los policías de allí le dijeron que primero contestara. Y él no dijo nada. Dijo que era un error judicial. Y él les preguntó que dónde estaba el juicio. Que si ahora los verdugos van antes que el juez disfrazados de policías. Que quién había dado la orden. Pero la orden no la dio nadie. Y El Soldado, que no era muy listo, dijo que dónde estaban las garantías que tenía el pueblo contra esos desmanes. Pero el presidente, que ya no era Presidente, dijo que no sabía. Y El Soldado le dijo que si no sabía ser Presidente, que se fuera a su casa mientras pudiera. Que había gente mejor preparada que él. Y qué gente es esa, le preguntó el presidente, y él le contestó que Él mismo. Y el presidente se rio. Y le invitó a una sesión del parlamento. Y él fue. Sin pistolas, sin escopeta, sin sus compañeros.


Si queréis saber más de mi libro, lo podréis encontrar en las principales librerías o pedírmelo contra dos euros más gastos de envío a mi dirección de correo.

Quizá vuestro primer acto a favor de una república para todos consista en leeros este libro, pero en todo caso nunca está de más informarse de algo importante en forma novelada, ¿no os parece?