En dos ocasiones hubo república en España. Las dos veces se hicieron las cosas mal, y los españoles prefirieron en 1978 confiar en una institución que lleva rigiendo España más de un milenio, excepto dos breves períodos de uno y cinco años, en que llevaron al país a una situación calamitosa porque sus políticos se dedicaron a diversas tareas, excepto a resolver los graves problemas del pueblo español.
Pero mi libro no habla de esas dos repúblicas, sino de la Tercera, de la que tenemos que traer todos nosotros, y no la deserción del rey.
Mi libro lo terminé de escribir el 19 de agosto de 2011 en Santa Cruz de la Palma y se publicó en la Editorial Sombra del Arce, de Barcelona. Ayer, 27 de junio de 2013, salió la segunda edición en la Editorial Rosa de Papel, de Murcia, y espero que se difunda mucho más, pues hemos conseguido abaratar el precio hasta dos euros.
Mi libro no tiene capítulos, sino canciones: no les he puesto número, porque el número sólo puede indicar el orden en que aparecen, pero su título sí que nos dice algo del contenido. Yo escogí para nombrarlos el de once cantos populares que nos dan una idea del contenido de cada uno de ellos, y que juntos nos dicen a priori el carácter de la obra:
Si me quieres escribir.
La hija de Juan Simón.
De Cataluña vengo.
No nos moverán.
No me tires Indiré.
El cariño verdadero.
Échale guindas al pavo.
Los cuatro muleros.
El Cantar de los cantares.
Himno de Riego.
¡Barra querida de aquellos tiempos!
Y como botón de muestra os presento el capítulo que expresa la determinación de un pueblo que sabe lo que quiere, No nos moverán:
No nos moverán
Nunca hubiera pensado que lo iba a ver allí, con el
arma en la mano y el dedo en el gatillo.
Le había dado clase diez años atrás, antes de irse
a la mili. Cuando había vuelto de “el servicio”, ella ya
trabajaba ayudando a su padre en el campo, cuidando a las cabras. No
tenía hermanos. La Pastora fue creciendo, y a ella le gustaba El
Soldado. Bueno, el maestro. Veintitrés años tenia el maestro. Ella,
diecisiete. Se hizo la encontradiza. El maestro le miraba las tetas
de vez en cuando. Era lo que ella quería. Pero cuando ya lo tenía
en el bote, empezaron los disturbios. Volvieron a llamar a los
últimos soldados que habían hecho el servicio, y el pueblo se quedó
sin maestro.
En la ciudad hubo disturbios importantes. Hubo que
tirar sobre el pueblo. En nombre del pueblo se masacraba al pueblo.
Había que salvar la república de los desmanes del pueblo. El pueblo
no quería república. El pueblo quería comer todos los días.
Los ricos seguían siendo ricos. Los pobres seguían
siendo gandules. Pero algunos sumaban, y no les salían las cuentas.
Algunos decían que había que tener carnet del pueblo. El carnet del
pueblo era de un sindicato o partido político de izquierdas. Parecía
que los de derechas no eran el pueblo. Eran unos cabrones, pero no
eran el pueblo. Eran unos ricos ladrones. Y si no tenían dinero eran
unos desgraciados que defendían a los ricos, pero que estos no se lo
iban a agradecer. Había que estar con el pueblo, con los de abajo,
si no tenías dinero. O si no, eras un traidor. Un traidor a La
República.
Pero la República éramos todos, decían algunos.
Aunque no fuéramos de izquierdas.
Un día todo cambió, cuando aquel agitador político
empezó a arengar a los soldados para que tiraran sobre el
pueblo. “Porque el pueblo”, decía, era “traidor a La
República”. A la República del Pueblo. El soldado recordó un
detalle. Aquel agitador le recordaba al inspector que tuvo aquella
vez allí, en su pueblo. No le dejaba pensar. Había que sacrificar
los valores reales y objetivos que tenía allí delante por una cosa
bastarda y abstracta que los vocingleros defendían sin dejar pensar
a los demás. Por eso El Soldado no lo pensó dos veces. Cogió su
fusil y lo montó. Apuntó, y tiró a matar. Pero no mató a nadie
del pueblo. Se cargó al agitador. Los demás soldados le miraron,
sorprendidos. Ellos no dispararon. “No me dejaba pensar”, dijo El
Soldado. “Y para qué quieres pensar”, le dijeron. “Para no
hacer el trabajo sucio a un cobarde que está riéndose de nosotros,
y luego pondrá el cazo para llevarse el dinero que a nosotros nos
hace falta”. Le miraron como el que mira al que dice lo que todos
están pensando. “Pues vamos a por el dinero”, le dicen. “Pues
vamos”, dice él. “Antes de que venga otro a quitarnos lo que más
nos vale: el derecho a pensar por nosotros mismos”.
Y los soldados se fueron a ver al Ministro. Y le
dijeron: “Ministro, hemos estado pensando...”, pero el Ministro
les dijo: “Ustedes no están para pensar”. Y los soldados
apuntaron al techo y pegaron un tiro. Todos juntos. Treinta disparos
a la vez. Y repitieron: “Hemos estado pensando, Ministro. Si no nos
dejan pensar, ustedes tampoco piensan” . Y el Ministro salió de
debajo de la mesa y dijo: “Lo que ustedes quieran. Ustedes son la
fuerza. Pero lo son hoy. Piensen en lo que pasará mañana”. Y le
dijeron: “Sí, claro, Ministro: mañana usted puede estar vivo
todavía. Si firma la ley de que todos pueden pensar lo que quieran.
De que nadie va a obligar a nadie a pensar. De que vamos a trabajar
todos por La República. Pero en libertad. Si no hay República en
libertad para nosotros, para usted tampoco la habrá. Porque estará
muerto”.
Y el ministro, que ya no era Ministro, se asustó
tanto que firmó lo que le pusieron. Y se publicó en el Boletín
Oficial del Estado aquella misma tarde. Y los soldados se fueron a su
casa.
Entonces el Ministro se rodeó de Guardias Civiles y
de policías. Y dijo “Ahora se van a enterar estos sabihondos”. Y
fueron a detener a los soldados. Pero el problema que hubo es que
eran muchos soldados. Y cuando detuvieron a los primeros se dieron
cuenta a tiempo los segundos. Y los terceros. Y El Soldado, que era
el diecisiete que iban a detener, se fue al campo con su escopeta de
caza. Y se juntó con otros escapados. Y asaltaron un cuartel de la
Guardia Civil y les quitaron los fusiles ametralladores. Y fueron a
ver al ministro, que ahora era otra vez Ministro, muy de mañana.
"Ministro”, le dijeron, “nos tomaste el pelo
una vez. Eso no fue culpa nuestra. Pero la segunda vez sí lo sería.
Te tomamos por persona seria”. El ministro ya perdió otra vez la
M, y les dijo con poquita voz: “¿Y qué hicieron con los guardias
que tenía ahí fuera?”
"Aquí estamos”, les dijeron los Guardias
Civiles. “Que las cosas nos las han explicado un poco mejor estos
compañeros. Que nosotros también queremos pensar. Que no les
pagamos el sueldo a inútiles para que nos digan que hagamos lo que
no hay que hacer. Que los guardias también somos pueblo. Pero los
políticos no son pueblo. Son sinvergüenzas”.
Pero el Ministro, o el ministro, ya no pudo decir
nada, porque El Soldado le pegó un tiro. “Este ya no nos toma más
el pelo. A ver a quién ponemos de ministro ahora”.
"Pero esto es un golpe de estado”, dijo alguien.
“¿De qué estado? ¿Del que te arma a los de un partido y a los de
los demás no? ¿De los que se fabrican una religión y la disfrazan
de política después para obligar a los pobres a pasar más hambre,
y a los bancos les dan nuestro dinero?”
“No”, le contestaron. “Ese estado hay que
quemarlo”.
“Pues no quememos nada todavía. Elijamos a otro
Ministro”.
“Bueno, pero primero hagamos elecciones”.
Y los soldados se fueron a la televisión con los
Guardias Civiles y los policías. Y allí dijeron que iban a formar
un nuevo gobierno dentro de quince días. Y que se presentaran todos
los que quisieran trabajar por la República. Que la República somos
todos, así que hay que trabajar para todos. Que todos merecemos la
pena, pero los latifundistas del pensamiento no tienen derecho a
estar en esta república. Que se puede tener dinero y propiedades,
pero no las de los demás. O sea, que no se puede robar los
pensamientos de la gente para meterles los propios para enriquecerse
injustamente. Que los soldados tienen dos o tres pensamientos
nada más. Pero son suyos. Y que ojito con querer quitárselos. Que
los soldados pueden no ser muy inteligentes, pero son muchos. Y por
muchos que maten, aparecen más. Porque los soldados aparecen del
pueblo. Los soldados también son pueblo. Y para despachar a los
chorizos vestidos de políticos, aunque tengan el portentoso nombre
de Presidente de la República, se basta un solo soldado. El que
quede.
Y cuando El Soldado volvió al pueblo, ella le estaba
esperando. Y le dijo que le había visto por la tele. Que estaba muy
guapo. Y que se casaría con él si alguno de los dos creía en algo.
Pero él le dijo que él creía, creía que ella estaba muy buena. Y
se fueron al pajar y estuvieron follando toda la tarde. Por eso no
estaba en su casa cuando fueron los policías a detenerlo. No lo
encontraron, pero mataron a su hermano, que había ido a visitarlo. Y
le pegaron fuego a su casa.
Cuando El Soldado volvió a su casa, se encontró con
restos humeantes, y a todos los vecinos apagando el fuego de las
casas vecinas, que de la suya ya no quedaba nada. Por eso El Soldado
se fue a la comisaría del pueblo, a ver a los policías. Pero no les
dijo mucho. Cuando los vio de lejos, les pegó una pedrada a dos de
ellos, y les quitó el fusil y el arma de reglamento. Y entró en la
comisaría y mandó al cielo a los otros dos sinvergüenzas que
habían asesinado a su hermano sin cargos, sin juicio, y sin
sentencia. Les hurgó en la chaqueta: los cuatro tenían carnet de un
sindicato de izquierdas. “Esta gente no aprende”, se dijo, “la
República no puede ser de izquierdas. Ya lo intentaron en Rusia y
les salió el tiro por la culata”.
Y se fue a la capital de nuevo, a ver al nuevo
Ministro. Al Presidente de la República. Y le preguntó que porqué
se mata en el país sin hacer un juicio primero. Y el Presidente dijo
que le detuvieran. Pero los policías de allí le dijeron que primero
contestara. Y él no dijo nada. Dijo que era un error judicial. Y él
les preguntó que dónde estaba el juicio. Que si ahora los verdugos
van antes que el juez disfrazados de policías. Que quién había
dado la orden. Pero la orden no la dio nadie. Y El Soldado, que no
era muy listo, dijo que dónde estaban las garantías que tenía el
pueblo contra esos desmanes. Pero el presidente, que ya no era
Presidente, dijo que no sabía. Y El Soldado le dijo que si no sabía
ser Presidente, que se fuera a su casa mientras pudiera. Que había
gente mejor preparada que él. Y qué gente es esa, le preguntó el
presidente, y él le contestó que Él mismo. Y el presidente se rio.
Y le invitó a una sesión del parlamento. Y él fue. Sin pistolas,
sin escopeta, sin sus compañeros.
Si queréis saber más de mi libro, lo podréis encontrar en las principales librerías o pedírmelo contra dos euros más gastos de envío a mi dirección de correo.
Quizá vuestro primer acto a favor de una república para todos consista en leeros este libro, pero en todo caso nunca está de más informarse de algo importante en forma novelada, ¿no os parece?
No hay comentarios:
Publicar un comentario